La mudanza

Cuando cerré la puerta del apartamento en el que viví 20 años no sentí ninguna clase de nostalgia precipitada. Calculo que me pasaron varias cosas. En primer lugar, el estrés del desarme y embalaje  de la casa la deja a una como sin sentimientos. En segundo lugar, a mí los cambios me encantan, o más bien, me precipitan, que es lo que hago cuando algo me encanta. En tercer lugar, había elaborado con anticipación hasta lo inimaginable. Y en cuarto lugar y no menos importante por ello, no dejé nada relevante en esa casa. Lo importante, me lo traje todo conmigo.  Y no me refiero a las cosas ni a las plantas, que sí que las cargamos al camión de la primera a la última, sino sobre todo me guardé o mejor dicho, atesoré, los momentos que viví allí durante tanto tiempo y las personas que estuvieron conmigo (en esa categoría entra, claro está, mi perro Nano que compartió 16 de esos 20 años).

La casa de una...ese “sagrado inviolable” al que refiere la Constitución, yo no sé si es sagrada, me inclino más bien por pensar en cosas profanas, y menos creo que sea inviolable, a juzgar por los percances que una ve le suceden a las personas en sus domicilios todo el tiempo; pero ciertamente, la casa de una, es una misma. Y una misma, es una, porque en una están todos los otros que acompañan ese transcurrir que es vivir.

Así que una sigue siendo una cuando se va de un sitio y  aparca en otro porque lleva adentro todo, hasta lo que no importa, hasta lo que sería preferible dejar tirado en un rincón. No hay modo de seleccionar: va todo. Enterito. No corre en este aspecto lo que hacemos con la ropa cuando nos mudamos que es desprendernos de lo que ya no usamos. Ni modo. En este desplazamiento, “al fondo que hay lugar” y todo encuentra su recoveco: olores, escenas, miradas, risas, melodías, gritos, llantos, encuentros, portazos, saludos, indiferencias, poemas, flores marchitas escondidas en un libro, “queloscumplasfeliz”, ramitos de jazmines en el baño, todo, todo.

No sentí cuando cerré la puerta que abandonaba algo o que desechaba algo. No tuve esa pena. Dejé una casa, quizás un poco cansada y que precisa que la maquillen para que otros la habiten, pero le dejé huellas de mi y de nuestro pasar por todas partes. Porque un poco de mí y de los que me acompañaron y acompañan en el viaje, quedó en el alma de esas paredes.

No le debo nada a nadie. Ninguna cuenta por saldar. Todo pago. Ahí estuve 20 años, acá estoy ahora. Abrí otra puerta para construir otra cosa. Distinta. Pero también igual. Porque yo soy la misma y me traje conmigo todo lo que ya les expliqué. Siempre es así, una recorre y recorre caminos, cierra y abre puertas o ventanas, descubre en sitios nuevos otros olores y otros colores; pero una, siempre es ésta una, con sus amores, con sus gustos, con su circunstancia y con las ganas de seguir dejando marquitas en el camino, que acaso no sean tan evidentes como las migas de pan del cuento; pero que aquellos que las quieran ver y tengan los ojos grandes y el corazón dispuesto, seguro las notarán.

Los lugares somos nosotros. No sólo nos contienen, también nos reflejan y viceversa. Y al final de cuentas, lo único importante de la historia es justo eso: nosotros.

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