Estoy en mi derecho. En mi absoluto derecho.
De sentarme en mi computadora y teclear para decir lo que pienso.
De compartirlo públicamente para ser honesta.
Estoy en mi derecho de decir y de ser y de opinar y de mostrarme y de que no sea mal visto ni peor entendido.
De no sentirme cautiva.
De poner a trabajar mi cabeza y pensar en alternativas.
De no tener miedo.
De querer jugarme una ficha.
De pensar en clave de sentires.
De explicar las cosas, sobre todo, desde ese lugar.
De no creer en los discursos que ya tengo escuchados y puedo recitar de memoria.
Estoy en mi derecho y no ofendo a nadie.
De no sacar cuentas y de asumir riesgos.
De creer que la gente es displicente pero no es boluda.
De entender que la opinión de unos pocos, puede ser la de muchos si se la deja crecer.
Estoy en mi derecho.
De no sentirme sola. De tener cerca a los que piensan parecido o acaso por la misma línea de razonamiento.
Estoy en mi derecho de no preocuparme por contarlos cual si fueran números naturales. Pero sí de tenerlos en cuenta, aunque sean pocos y se parezcan más a números irracionales.
Estoy en mi derecho de cuidarlos y respetarlos, aunque de nuevo, sean pocos.
Estoy en mi derecho de no sentirme sola, entonces.
Estoy en mi derecho de traer a cuento un viejo poema y replicarlo como si fuera nuevo y decir que “fuera locura, pero hoy lo haría”.
Estoy en mi derecho de ser curiosa y de tratar de despertar la curiosidad en mi entorno.
De cambiar.
De renovar compromisos.
De tener confianza en lo que es difícil de conseguir. De ponerle empeño.
Estoy en mi derecho cuando me afilio a renovar, a mover, a modernizar para construir.
Construir, no desde los cimientos, sino desde la estructura que ya está edificada.
Estoy en todo mi derecho de pensar no en las raíces de los árboles, sino en los brotes.
Estoy en mi derecho de usar la sutileza.
Porque no sé si dieron cuenta que estoy hablando de la primavera.
Y estoy en mi absoluto derecho de hablar de ella.
De la primavera.
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